La dirigente María Flores, referente de las asociaciones de los asalariados rurales y presidenta del sindicato Único de Trabajadores del Tambo y afines (Sutta) describe en esta charla un sombrío panorama de la actividad. Las leyes pendientes, la falta de diálogo con el gobierno y la amenaza patronal contribuyen a la situación crítica del productor chico.
María Flores vive en el paraje Puntas de Maciel, en el departamento uruguayo de Florida, en el centro del país. A mediados de 2009, su esposo, Ebelio González, fue despedido del tambo en el trabajaba por intentar conformar un sindicato, y su familia fue desalojada a instancias de un decreto de 1978 que encomienda a la policía la solución de los conflictos laborales en el medio rural. María tiene 42 años, tres hijos y un nieto. Es presidenta del Sindicato Único de Trabajadores del Tambo y Afines (Sutta) –cuyos afiliados son en su mayoría varones– y referente de la Unión Nacional de Trabajadores Rurales y Afines (Unatra).
–¿En qué medida el avance del agronegocio ha impactado en la vida de los asalariados rurales uruguayos?
–El trabajador rural difícilmente se maneje con cifras o estadísticas; para eso están la Universidad de la República y los organismos estatales. Lo que sabemos es del día a día, y ahí vemos que de repente una estancia donde había un casero, una cocinera y tres o cuatro peones hoy está cerrada, y ahí se está plantando soja, que necesita gente sólo en temporada de zafra. Y estamos hablando de un tractorista que sustituye el trabajo de siete u ocho personas. La variable de la mano de obra no es tenida en cuenta, y se reduce todo a un tema costo-productividad. Hoy venía desde Paysandú, y lo único que se veía era soja. Ahí no hay trabajadores y nadie se preocupa por cómo va a quedar esa tierra. ¿Cómo se van a entregar esos campos en cinco o diez años cuando termine el arrendamiento?
–¿Cómo ven desde Unatra la realidad de la producción familiar?
–El productor chico está casi en la lona. La familia arraigada en el campo es una rareza en el Uruguay de hoy. La emigración hacia los cinturones de pobreza de las grandes ciudades es permanente. Porque con la plata que te pagan por el campo que vendés, no tenés chances de comprarte una casa en otro lugar.
“EL PRODUCTOR CHICO ESTÁ CASI EN LA LONA. LA FAMILIA ARRAIGADA EN EL CAMPO ES UNA RAREZA”, DICE FLORES.
–¿Es más común la emigración que el ingreso a empresas del sector?
–Las empresas que se están instalando traen la mano de obra del país de origen; en el caso de las que vienen de la Argentina, es claro eso. En todo caso, tenemos que preparar a nuestra gente para tareas para las que no está preparada. No es lo mismo un tractor como los que aprendimos a manejar hace años que la maquinaria que utilizan estas empresas. Falta mucha preparación. Estamos hablando de trabajadores que estaban acostumbrados a lidiar con sus vacas y sus caballos, y no a otra cosa.
–¿Cuál es la situación de los asalariados en materia de salud laboral?
–Hace poco tuvimos una denuncia puntual en Lascano (en el departamento de Rocha), con tres trabajadores intoxicados que terminaron en un sanatorio, afectados por la fumigación por soja. Estuvimos en la primera parte del proceso; después siguió el curso un abogado, pero nos enteramos de que el juicio se ganó. De todas maneras, la impresión que tenemos es de que se terminan haciendo arreglos por 60 o 70.000 pesos cuando al trabajador le corresponderían 300.000 [en Uruguay un dólar equivale aproximadamente a 20 pesos]. Ahí también planteamos públicamente que el Ministerio de Salud Pública (MSP) se contacte con nosotros, pero no hemos tenido novedades.
–La aprobación de ley de ocho horas para los rurales se utilizó en la campaña electoral como una bandera en materia de logros del primer gobierno del Frente Amplio. ¿Ustedes lo viven así?
–Si fue una bandera, entonces se le quebró el palo. Porque seguimos denunciando que hay muchos aspectos de la ley que no se están aplicando. Por ejemplo, la comisión de contralor y seguimiento de la ley, que nunca fue creada. Está en un papel, pero fuera del mundo de los papeles la realidad es muy diferente. La brecha histórica entre los derechos de los trabajadores urbanos y los rurales sigue estando, y un ejemplo claro es la falta de inspecciones en los lugares de trabajo, que generalmente se dan a partir de denuncias nuestras. Entiendo que para el Ministerio de Trabajo sea difícil llegar a muchas zonas rurales, pero quizá se pueda pensar que los propios trabajadores nos capacitemos y hagamos esas inspecciones. Al menos tenemos claro qué cosas están bien y cuáles no.
MARÍA FLORES, DURANTE UNA MOVILIZACIÓN EN EL TAMBO DEL QUE FUE DESPEDIDO SU ESPOSO POR RECLAMOS SINDICALES.
–¿Los trabajadores son tenidos en cuenta en el momento de elaborar políticas públicas?
–A decir verdad, las políticas se siguen delineando a puertas cerradas, normalmente por gente que no sabe nada de lo que vivimos en el campo. Un senador me dijo textualmente: “Yo soy del asfalto; no sé nada del campo”. Fue brutalmente sincero, pero tampoco vemos que nos convoquen o nos consulten a los que sí conocemos un poco más. Tal vez, el problema es que nuestro aporte no va a tener color de rosa. En realidad, contamos lo que vivimos, y el que no nos crea puede ir a verlo.
–¿Pensaron que con José Mujica, por su perfil, la situación podía cambiar?
–¿Cuándo viste a Mujica reunido con la Unatra? Sí se ha reunido con la Federación Rural y con la Asociación Rural (tradicionales entidades de los productores), pero con nosotros no. Ni ha participado en nuestros congresos ni se ha interesado por saber qué opina la directiva de nuestro sindicato. El presidente debería tener claro que no somos los malos de la película; que no mordemos. No andamos en camionetas 4 por 4; somos los de bota de goma. La pregunta que él tiene que hacerse es cuáles son sus verdaderos paisanos.
–¿Sienten esa distancia también en relación con los organismos del Estado?
–Además de lo que decía del MSP, nos pasa algo parecido con el Ministerio de Desarrollo Social, porque queremos discutir con ellos qué pasa con las canastas alimenticias para los rurales. ¿O qué pasó con la asignación doble para los hijos de los trabajadores rurales? Ese fue un anuncio de campaña, pero quedó en la nada. Cobramos salarios de 10.000 pesos. Parece lógico que nuestros hijos tengan una consideración especial. Por las distancias, terminamos gastando más en traslado para que nuestros gurises vayan a la escuela que la gente de la ciudad.
–Y en materia de seguridad social, ¿cuál es el diagnóstico?
–No hay registros de cuánta gente trabaja en negro, pero la percepción es que estamos en niveles muy altos. Hace algunos días, fui a Paso de los Toros (en el departamento de Tacuarembó) y nos reunimos con once trabajadores forestales, con salarios de 350 pesos por día, que a su vez plantaban eucaliptos en los campos, pero eso lo cobraban en negro. Por día, cobraban más, pero para negociar el despido figuraban por 350 pesos. Ese trabajo en negro después no lo podés negociar.
–El gobierno quiere derogar el decreto de 1978, que encomendaba a la policía el desalojo de los trabajadores rurales despedidos. ¿Cómo lo tomaron?
–Esto lo vivimos en carne propia [su familia fue desalojada al amparo de este decreto, tras el despido de Ebelio], y agradecemos la voluntad del gobierno, sobre todo al Ministerio de Trabajo, que ha reconocido que el puntapié inicial fue la denuncia que hicimos. Algunos jerarcas del gobierno no sabían que estaba esa norma vigente. Así como estas cosas, hay muchas más para hacer. En los consejos de salarios, también nos hemos sentido respaldados por negociadores del Ministerio de Trabajo. Nadie niega que la situación ha cambiado y, cuando las cosas se hacen bien, sabemos reconocerlo. Tal vez, algunas veces, los trabajadores nos pasamos de mambo. Ahora, en este conflicto en Paysandú por las citrícolas, alguno planteó en una asamblea que había que quemar las quintas. ¿Y después dónde vamos a trabajar? No es así; hay que aprender a negociar, y tenemos que aprender que al gringo lo que verdaderamente le duele es cuando le tocás el bolsillo. Pero para eso hay que saber negociar también; aprovechar lo que puede ser el apoyo del Instituto Cuesta Duarte [organismo de la central obrera PIT-CNT, que brinda asesoramiento técnico] para formación sindical.
–¿A la Unatra le tocó una de las patronales más complicadas del país?
–A los rurales nos tocó gente que amenaza, que te llama al celular y te dice: “Sé dónde está tu hija; sabemos a qué escuela va”. Nos tocó gente muy difícil; gente que no está acostumbrada y, menos, a tener que negociar con una mujer, como en mi caso, que no tiene miedo a discutirles de igual a igual. A mí, lamentablemente, me ha cambiado hasta el carácter desde que empecé con esto, pero, en realidad, no te queda otra.
–En el caso de la lechería y para tener una referencia, ¿cómo ha sido la relación con los empresarios de Nueva Zelanda?
–Con ellos dialogamos bien. A diferencia de las patronales uruguayas, citaron al sindicato para conocer nuestra opinión, para buscar salidas comunes en la mesa de negociación. Eso te da la pauta de que ellos son mucho más inteligentes. Los problemas mayores los tenemos con los empresarios uruguayos y los argentinos.
–¿Qué ha sido lo más grave que ha escuchado de un empresario en una negociación?
–[Piensa] Lo más doloroso lo viví en un consejo de salario. “Les doy todo lo que me sobra. ¿Qué más quieren?”, nos dijo uno. Y después explicó que hablaba de las zapatillas y las túnicas escolares que ya no usaban sus nenes. Él estaba convencido de que esas “sobras” significaba darles todo a los hijos de los peones. Otra vez escuché a un productor lechero, un sector que en los últimos años ha hecho fortunas, que en plena negociación por el tema de las canastas de útiles escolares le decía a otro: “No te preocupes: les compramos tres o cuatro porquerías en el Barrio de los Judíos [una zona de baratillos en Montevideo], y eso ya es la canasta”. La mentalidad de ellos es insistir en que somos una especie de gran familia. Pero si eso fuera así, la verdad que nuestros familiares dejan mucho que desear.